martes, 29 de noviembre de 2011

POR OBRA Y GRACIA DE DOÑA ELVIRA


Si hay algo que nos marca cuando somos pequeños, aparte de las patadas de tus hermanos, son los profesores que intentan, con toda la paciencia del mundo, llenar nuestras cabezas con conocimientos. Sustituir toda la saga de Dragon Ball con sabiduría  es una tarea ardua y complicada.
Las frases que utilicen para que crezcas en la vida pueden suponer tres cosas: eco, un apodo que marque su vida como docente o un cambio en la tuya como estudiante.
Pues bien, para mi, sin lugar a dudas, la profesora que cambió mi vida fue Doña Elvira.
Hasta que la conocí, todo mi mundo escolar giraba en torno a entretenerme con mis compañeritos de clase: jugaba en el patio del cole, hacía muñecos de plastilina, coloreaba por dentro de las líneas...vamos que era una niña tranquila y que nunca se metía con nadie; bueno excepto con Vanesa, mira que era repelente esa niña. Recuerdo una patada que le di una vez en el patio, durante el recreo...pero este no es el tema.
Todo empezó cuando terminó el bálsamo de paz que era parvularios (un beso Doña Maricarmen, creo que por fin se casó, sino tampoco importa) y puse mis piececitos inocentes en "su aula". Porque era suya. Era la única profesora que tenía aula propia en todo el colegio; un dato bastante significativo y que define el tipo de mujer que era/es.
Llegados a este punto es necesario aclarar como era "su aula". Era, en una sola palabra, perfecta. Y así debía estar hasta el fin de los tiempos.



Para hacer posible la perfección en su entorno, Doña Elvira también debía ser perfecta en su esencia. 
Cada mañana, lo recordaré toda mi vida, una vez que todos sus pupilos estaban correctamente sentados, descolgaba su mandilón, se lo vestía y de uno de los bolsillos, tras introducir una de sus manos dentro, sacaba el cinto, lo desenroscaba haciendo que cayese al vacío y luego se lo colocaba siguiendo un ritual estudiado y meticuloso que le daba la apariencia de una perfecta docente; que lo era.
Como profesora era exquisita. Nos inculcaba el orden: cada alumno tenía sus carpetas para guardar sus ejercicios, ordenados por fecha por supuesto. En un armario, identificado con su número, cada escolar ponía sus artefactos para el estudio y tenía que hacerse cargo de no perder ninguno. 
Desde el principio de curso teníamos asignada una planta que llevábamos nosotros mismos y que debíamos cuidar hasta junio; un claro ejercicio de responsabilidad (¡Qué irresponsables éramos! ¡Descansen en paz los geráneos, rododendros y otros vegetales que pasasen por 1º B.!).
Fomentaba nuestra capacidad de liderazgo, haciendo que hubiese encargados: el de poner la fecha en el encerado, el de ayudarle a regar las plantas, el de ir a buscar algo a algún sitio...eso si, de forma democrática y rotativa, el cargo duraba una semana.
Al volver del recreo nos hacía ir a lavarnos las manos ( para esto también había un encargado por supuesto: el encargado de la toalla) y debíamos subir a clase sin tocar nada, no valla a ser que cogiésemos el ébola o algo peor.
Era brillante. 
Pero si en algo destacaba, era en el lanzamiento de libretas. Para que tal proeza ocurriese tenían que juntarse tres factores: su mala ostia, que la tenía y le sobraba para regalar, un niño nervioso porque lleva tiempo esperando en la cola para que le corrigiesen los ejercicios y unos ejercicios mal hechos, o lo que era peor, mal hechos y sucios.
Si esos factores se unían, una libreta volaba hasta el fondo de la clase. ¡Bravo! ¡Prodigios!¡Un vuelo precioso! Si no fuese porque nos daba miedo, todos los niños hubiésemos levantado un folio con la puntuación
Una de las cosas que más puede desquiciar a una profesora así es que le desordenen su mundo perfecto. Y aquí es donde entro yo.
Recién llegada de preescolar una tenía sus manías: hablaba con mis compañeros de pupitre. ¡Qué maldad! ¡Qué mente tan perversa en un cuerpo tan pequeño!
En la clase perfecta los niños estábamos organizados en grupos de cuatro y estos grupos se colocaban en cuatro mesas que se unían formando un cuadrado. 
 Que movieses una de esas mesas y provocases el caos ( esto es que al desplazar el pupitre, la cruz que formaba la unión de las cuatro mesas dejase de ser una cruz perfecta ) ya era causa para provocar en ella cierto nerviosismo; pues imaginaos, si aún encima, los niños de ese grupo hablan entre si y se distraen, como niños que son...¡Puf! Eso se podría considerar casi un golpe de estado. Y ¿qué se le hace al golpista en estos casos? Se le exilia.
Pues bien, eso es lo que me pasó a mi; me exilió. Me colocó en un pupitre aparte, a unos pasos de mi grupo, suficientes para verlos, pero para no poder hablar con ellos sin que ella se enterase.
Y aquí, en esta situación, es donde pronunció esa frase que me cambió la vida: "si quieres volver con ellos, tienes que estar callada en clase".
Y ocurrió lo inevitable, por obra y gracia de Doña Elvira nació un cocón ( para quienes no lo sepáis, el calificativo de cocón se aplica a la persona que es introvertida, muy introvertida).
A partir de ese momento empecé a estar calladita y a estudiar, solo estudiar. 
Si unimos esta lección de vida a unas gafas de pasta que empecé a usar unos años después, ¿qué tenemos? Una cocón empollona. Y ya sabemos todos que de pequeños la maldad es intrínseca a nuestra persona.
Gracias Doña Elvira, usted hizo de mi vida escolar algo mejor; no tenía muchos amigos ( tres, para ser más exactos), ¡pero saqué unas notazas! 

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