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jueves, 24 de abril de 2014

UÑAS DE LUTO Y UN TATUAJE EN LA MUÑECA


¿Qué no hacemos por amor?
Es impensable de dónde sacamos valor para hacer actos de amor.
Muchas veces es el propio dolor el que nos da un empujoncito para hacer cosas, para cumplir promesas, para llevar con nosotros un recuerdo, un símbolo, una palabra...
Una conversación inocente sobre la muerte y cómo queremos que se nos vea la pena. Una respuesta de chascarrillo, casi en tono de desafío, pero que se nos graba como una petición, un deseo y una promesa.
Una charla que termina un día con un adiós y que continua otro con un esmalte de uñas y unos pies de luto.
Años de amor y risas entre hilos y agujas. Una máquina de coser que se va envejeciendo mientras el tiempo pasa.
Una actitud valiente y una gran fuerza que se come todas las penas y el dolor; que se clava como una aguja al coser.
De todo se aprende a seguir viviendo. 
Es entonces cuando una promesa se grita al viento; cuando se tatúa en la muñeca un "caminaré". Un grito de rabia y fuerza que el que se va desea que cumplas y el que se queda se tiene que joder y cumplir.
Actos de amor al fin y al cabo.
Es lo que tiene querer y perder.


jueves, 22 de agosto de 2013

LA MALDAD DE TOCARTE EL OMBLIGO



Recuerdo que cuando era pequeña hurgaba en mi ombligo en busca de pelusas o sudor acumulado en ese agujero con fondo.
Cuando mi madre me miraba me reñía y me decía:
"No toques ahí que es malo".
No preguntaba el por qué, simplemente dejaba de hacerlo y me lo creía.
Tenía fe ciega en lo que me decía, en lo que a ella le habían enseñado de pequeña. Sabiduría que fue pasando de generación en generación hasta mis días.
Aún hoy, cada vez que mi ombligo sufre la amenaza de ser invadido, retumban en mi cabeza las palabras de mi madre.
Supongo que a ella mi abuela le enseñó la maldad de tocarte el ombligo para disfrazar su miedo a que ese nudo prodigioso que ella había conseguido con mimo y dedicación se deshiciese.
Quizás se trate de una de esas cuestiones psicológicas o filosóficas que vienen a decir algo así como: "un niño que se hurga en el ombligo está rebelando, de forma inconsciente, un conflicto con la madre que es herencia del útero materno".
Y claro, qué madre quiere ver como su hijo rebela al mundo su conflicto con ella; ninguna quiere que se cuestione su capacidad para ser una buena madre.
Algunos católicos depravados irían mas allá y dirían que eso es el reflejo de los coitos con las mujeres en cinta: "El niño transmite con esa penetración dígito-umbilical lo que vio a través del líquido amniótico".
Otros apuntarían que "es la continuación del auto descubrimiento normal de un niño. Investiga los recovecos de su cuerpo para tener conciencia de sus formas y placeres".
Yo creo que meterse el dedo en el ombligo rebela que dentro hay algo que sacar.
Punto.


jueves, 23 de agosto de 2012

¡PUTOS CORTICOLES!


¡Cómo los odiaba de pequeña! 
Era un odio inevitable, un rencor que venía de mucho atrás y que me empujaba a tapar los oídos con cada anuncio de "El Corte Inglés".
No es que me mosquease ver toda esa ropita de marca que yo nunca iba a lucir, ni esos niños felices correteando como si la que se avecinaba no fuese con ellos; era lo que implicaba.
La palabra "corticoles" era sinónimo de que las vacaciones de verano estaban llegando a su fin.
Con solo oír "corticoles" me nacía un nudo en el estómago. Supongo que sería la misma sensación que sentirían todos los de "Verano azul" cuando veían correr, cada verano, a Pancho por la playa diciendo aquella frase que marcó a una generación : "¡Chanquete ha muerto!". Esta frase era el final del verano para Tito, Bea, Desi y los demás. La pena no era por Chanquete, ¡qué más daba! Se moría todos los años. La primera podía doler, incluso la segunda, pero ya la décima era: "¡Joder Chanquete! ¡Cuídate  tío!". Lo jodido era que el verano se iba a la mierda y había que volver al colegio.
¡Putos corticoles! Con su llegada hasta parecía que los días pasaban más rápido; hasta la naturaleza se ponía de su lado y acortaba los días. ¡Qué oscurecía antes! (Me da igual lo que digáis, es por culpa de los "corticoles").
Otro acontecimiento que marcaba la vuelta al colegio era: la llegada de los libros. Esa factura terrorífica que sufre cada padre y que sufrirán por los siglos de los siglos tenía su parte buena. El olor.
¡Qué bien huelen los libros nuevos!
Recuerdo que durante unos días mi casa olía a forro. Somos tres hermanos, imaginaros la cantidad de forro que hacía falta para proteger los libros. Esos libros que habían valido mucho dinero y que tenían que durar para el hermano que venga detrás. 
En mis tiempos los libros se heredaban. Con el paso del tiempo esa costumbre se fue perdiendo hasta su total desaparición (¡Hijos de puta!).
¡Que bonita era la sensación de poseer un libro manoseado y trabajado por otra persona! La sensación al tener un libro heredado era como la de encontrar un tesoro con muchos años en el que ir descubriendo enigmas o pequeños penes dibujados con boli "Bic".
Es una pena que ahora los libros parezcan ser solo una fuente de ingresos.
Para ser sincera, con los años y el desarrollo emocional y la madurez que eso implica me doy cuenta de que sigo odiando a los "corticoles". Supongo que ya es rencor por nuestras fricciones del pasado; aunque seguramente sea porque aún tengo que volver al cole. Aunque ahora esté del otro lado.



miércoles, 4 de julio de 2012

ENTRE HILOS Y ALFILERES


Desde muy pequeña anduve entre hilos y alfileres, gateando por medio de trocitos de tela que caían desde lo alto de la máquina de coser de mi madre.
El final de una dura jornada de subir bajos, hilvanar costuras y planchar ropa era la captura de aquellos alfileres desperdigados por el suelo, escondidos entre las ranuras de las baldosas. Para tan minuciosa caza usábamos un imán redondo que los atraía a regañadientes.
El sonido del pedal de la máquina de coser era la banda sonora de la casa hasta la llegada de la noche; la visita de señoras coquetas que mantenían activa la costumbre de lo hecho a medida, era una constante.
Con los años aquellos retales que recogía del suelo se iban transformando en faldas y vestidos para mis muñecas.
Las lecciones rápidas de mi madre hacían que mi Barbie pasase de ser una cursi repelente vestida de rosa a ser una mujer con un armario envidiable.
De coser a mano a hacerlo a máquina. Una máquina que cosía al ritmo de tus pies y que pesaba un quintal y que aún sobrevive, con sus muchos achaques, en el trastero.
Cuando mi madre dejó de coser, cansada por lo duro de la faena y harta de perseguir a las señoras coquetas y agarradas, yo lo abandoné también un poco.
Con los años lo volví a retomar al decidirme por el mundo de la moda y sus entresijos. Los consejos de mi madre fortalecían las lecciones del día y le aseguraban que aún no había perdido esa ilusión por su oficio.
Ahora la máquina es eléctrica y los retales ya no visten a muñecas estiradas y repipis, ahora las ideas se plasman en camisetas.
Qué sonrisa al ver la primera y qué crítica era aveces; pero como me gustaba que las viera.
...Creo que es hora de recuperar esa vieja máquina de coser y ponerla a punto; algún día volverá a coser al ritmo de unos piececitos pequeños y torpes.
¡Te quiero Noni!

  

jueves, 17 de mayo de 2012

EL MONSTRUO DE MI ARMARIO


A diferencia de lo que pueda parecer, en mi armario nunca hubo monstruos: no cabían. No me imagino a un terrible y temible monstruo encajado entre la ropa apretada en perchas y las mantas. Si alguno tubo la brillante idea de intentar entrar en mi armario, seguro que al abrir la puerta se le quitaron las ganas:
"¡Puf! ¡Y una mierda!"
Los monstruos que atormentaban mis noches de infancia tenían el resto de la casa para esparcirse y fastidiar.
El peor de todos era el que vivía en el salón. Un ser horrible, enorme y con unas garras largas acabadas en uñas. Su sonrisa era tan siniestra que cada vez que tenía que pasar por delante de la puerta para ir al baño sabía que se estaba riendo de mi y planeando un futuro doloroso para mis huesos.
Otro de los esbirros del miedo era el que habitaba en el pasillo. Era muy rápido y sibilino, por lo que tenía que atravesar corriendo el pasillo al tiempo que encendía las luces, pues es bien sabido que la luz espanta a los monstruos.
Muchas veces, mientras escapaba, el muy canalla tiraba de la alfombra provocando que resbalase y pasase de largo la puerta de mi habitación, lugar seguro donde los haya, era la "casa" del escondite.
Aún así había noches en las que los monstruos se conchababan y entraban en mi habitación. Era entonces cuando tenía que echar mano del armamento pesado: mi hermana.
Mi hermana y yo compartíamos habitación y eso, además de ser motivo para afianzar lazos y destrozar los criterios sobre la limpieza (ella no lo sabe pero gracias a mi negativa sobre ordenar el armario, este estaba limpio de monstruos...¡De nada!), también es un fuerte arma contra los miedos de la noche. Que no podía dormir, ahí estaba ella para distraerme hasta caer rendida; que un monstruo me esperaba en el pasillo para hacerme caer con la alfombra, ahí estaba ella para acompañarme al baño; que eran las 07:00 de la mañana, ahí estaba ella durmiendo a pierna suelta mientras su hermanita pequeña tenía los ojos como platos desde las 02:00...supongo que a veces los héroes se cansan y nos mandan a la mierda.
Recuerdo que una noche por mi cabeza rondaban miles de imágenes desagradables sobre un montón de hormigas asesinas comedoras de seres humanos (quiero agradecer esa noche a los productores, actores y directores de "MacGyver", sin vosotros no hubiera sido posible) y, como otras muchas noches, desperté a mi hermana. Su solución ante semejante problema fue sencillamente brillante. Levantó las mantas en señal de "ven a dormir conmigo" y cuando estaba acurrucada a su lado me dijo:
"Cógeme de la mano, así cuando sueñes cosas malas no estarás sola".
Parece una tontería, pues aún no se ha demostrado que por medio del contacto físico dos personas compartan sueños, pero funcionó.
La recuerdo también de rodillas alado de mi cama contándome  cosas divertidas y ayudándome a pensar en lugares agradables para desterrar a los monstruos de la casa. Sin lugar a dudas era el arma definitiva contra los monstruos y pesadillas.
Pero todo arma tiene un punto flaco; el de mi hermana eran las tormentas. Con el primer trueno comenzaban sollozos acompañados de súplicas para que mis padres nos diesen asilo en su cama; si, a las dos. ¡Por favor, yo veía monstruos por mi casa ¿Cómo no iba a tener miedo a unos sonidos producidos por dios sabe que fuerza sobrenatural y terrorífica?
Tras unos minutos cansinos de pucheros se encendía la luz de la habitación de mis padres y cuatro piececitos descalzos corrían por el pasillo esquivando a su monstruo para meterse a salvo entre papá y mamá.
Este refugio no duró mucho, con el tiempo fue sustituido por silencio y aprendimos a sobrellevar las tormentas, claro que con la luz del pasillo encendida. ¡Qué buenos son los padres!, dejan la luz y se cargan dos problemas de un plumazo: a los hijos dando por saco por la noche y al monstruo del pasillo. ¡Bravo!

"El sueño de la razón produce monstruos".
Francisco de Goya.
Con el paso de los años me he dado cuenta de que los monstruos que tanto temía solo era uno: la oscuridad. Que con cerrar la puerta del salón ese monstruo se quedaba quieto y cae rendido al sueño con el aburrimiento. Que la alfombra que me hacía resbalar era consecuencia de ir corriendo por un suelo de madera pulida y que las películas son ficción.
Mi hermana ahora ya no comparte habitación conmigo y tiene un retoño al que espantarle sus monstruos, pero mi armario sigue "petado", sin un mínimo hueco para una diminuta garra.
Con los años, los monstruos que nos persiguen por la noche son otros, igual de feos, pero con otros nombres y otras caras.
Estos monstruo de la madurez no se esconden en la oscuridad, aunque esta aún nos da miedo, ahora habitan en la cabeza y son mas difíciles de ignorar; aunque no es imposible.


martes, 20 de marzo de 2012

EL CASO DEL BALÓN DESAPARECIDO


A lo largo de nuestra infancia todos vivimos un periodo durante el cual nos enganchamos a un deporte. Queremos practicarlo y triunfar siendo los mejores en esa disciplina.
A mi se me dio por el voleibol y la culpa de todo la tubo una niña japonesa llamada Julia.
Seguramente muchos de vosotros no sepáis quién era Julia, pero igual os suena "La panda de Julia". Fue una serie mítica que emitió T5 sobre una chica que jugaba al voleibol y que conseguía hacer auténtica magia con la pelota. Esta serie pertenecía a una lista de dibujos traídos de Japón que te inculcaban el deporte, el trabajo en equipo y la superación; en esa lista se encuentran series tan míticas como "Campeones", "Raqueta de oro" o "Bateadores".
(Es probable que no halláis entendido ni la mitad de todo lo que llevo escrito porque todos los personajes de esas series pertenecen a una época muy remota en la historia de la humanidad, época durante la cual muchos de vosotros ni siquiera eráis un posible proyecto en la vida de vuestras madres. De todos modos, como Internet es la ostia, podéis informaros enseguida sobre estas series arcaicas y probar aver si os gustan, igual derrepente se os ocurre salir a la calle a jugar con la pelota en lugar de colgar vídeos absurdos en vuestro Facebook de otra gente que se cae de forma simpática mientras anda en bici).
El caso es que me enganché tanto a esta serie que sufría con Julia y entrenaba tanto como ella para triunfar con mi equipo imaginario y ser las mejores.
Pero claro, yo nunca formé parte de un equipo de voleibol, ni jugué en ningún campeonato...bueno, o por lo menos no lo hice en la vida real.
Todas las tardes, antes de cada capítulo, me colocaba en la entrada de mi casa y con un globo como pelota (si, un globo; digamos que era menos peligroso y que la confianza de mi madre en mis dotes como jugadora no eran muy fuertes, todo esto unido a que jugaba dentro de casa rodeada de cosas rompibles, nos pareció la mejor opción). Y así me echaba un buen rato dándole manotazos contra la puerta. Después de tanta "acción" terminaba colorada como un tomate y sin aire, después de todo había sido un partido muy duro y el contrincante el mejor, después de mi equipo por supuesto.
De entre todas las técnicas que Julia y su panda empleaban para ganar un partido en el último momento y de forma espectacular se encontraba el llamado "balón desaparecido".
Esta maniobra casi de brujería consistía en hacer desaparecer el balón ante los ojos del contrincante. Nunca fallaba, era el toque maestro de Julia e imbatible en cualquier partido. 
Como buena fanática de la serie, yo también era capaz de  conseguir el "balón desaparecido" y lo utilizaba como último recurso ante un partido muy ajustado.
Un día, estaba yo toda conectada con mi globo jugando al voleibol, cuando el partido fue empatado por el equipo contrario. ¿Qué hacer en ese momento?¿Cómo llevar a mi equipo a la victoria? No había más remedio, a pesar de estar lesionada y agotada, tenía que intentarlo; tenía que poner en práctica mi golpe devastador y ganar el campeonato del mundo.
Empezó el juego, todas estábamos nerviosas a pesar de que sabíamos qué hacer; entonces el globo viene hacia a mi y con un salto para coger potencia golpeo el globo a la vez que grito "¡balón desaparecido!", (había que gritar el nombre del golpe, como si fuese un conjuro, una invocación a los dioses o al diablo para que saliese bien) y el balón milagrosamente desapareció.
Había ganado el partido, había sido el mejor "balón desaparecido" de la historia, mejor incluso que el de la propia Julia.
Desapareció para siempre, no volvimos a verlo jamás...porque el globo explotó al tocar con una esquina de la puerta. 
¡Si ya se! ¡Ja,ja,ja!
Se que os estáis riendo porque eso fue lo que hicieron mis hermanos y mi madre cuando me vieron entrar en la cocina, toda colorada, sudando y con el orgullo herido al oír la siguiente pregunta:"¡Qué! ¿Desapareció?"
Como entenderéis ya no volví a jugar al voleibol. No por nada en especial, simplemente un deportista aveces se tiene que retirar en el momento más álgido de su carrera. 
No llegué a participar en más campeonatos, pero mi "balón desaparecido" quedará en el recuerdo de todos los espectadores de aquella final  y en la colección de anécdotas de mi familia que, por supuesto, la utilizarán cuando menos me lo espere.




sábado, 3 de marzo de 2012

CARAMELOS PARA TODOS


Hace unos días fue mi cumpleaños y con 31 años recién cumplidos me he dado cuenta de que se pierden las buenas costumbres, los pequeños detalles con los que de pequeño eras feliz.
Mis padres nunca celebraron los cumpleaños de sus hijos con grandes fiestas en las que acudían a casa los amiguitos de sus retoños a comer patatillas, sándwiches de queso, mortadela, salami o "Nocilla".  Nuestras celebraciones eran muy familiares, con una comida en familia, una tarta con muchas velas y, por supuesto, los regalos. No existía la posibilidad de perder a tu hijo entre una marea de bolas multicolor: "Lo sentimos señora, cuando el socorrista del "chiquipark" la alcanzó, ya era tarde para su niña. Las bolas son así: imprevisibles".
De entre todos los rituales del aniversario de tu nacimiento había uno que destacaba por encima de los demás: la repartición de caramelos.
Este breve acto se celebraba en el colegio, entre tus compañeros de clase. Unos días antes tu madre, muy previsora, te pedía que contases a todos tus compañeritos para saber cuántos "kilos" de caramelos había que comprar. Tú, como un buen hijo, llegabas a clase y contabas, lo que no era del todo tan fácil; no te podías despistar, había que fijarse si faltaba alguien para no olvidarte de él. No podía ser que por culpa de un catarro mal curado Luisito se quedase sin su dosis de caramelos.


Ya con todos tus compañeritos contados y recontados tu madre se iba a comprar caramelos, una bolsa enorme porque: "...A seis caramelos por niño, teniendo en cuenta que son 32 en la clase, tengo que comprar 192 caramelos...bueno 200 para redondear". Y era entonces cuando entraba en tu casa una bolsa repleta de caramelos de todos los sabores junto con unas muy claras instrucciones: "Cuando la profesora te de permiso tienes que dar a cada uno de tus compañeros seis caramelos". 
¡Qué nervios tenías en toda la noche! Al día siguiente era el gran día, ¡tu gran día! Después de repartir los caramelos podías "ser guay" entre tus compañeritos o ser el capullo que en su cumpleaños los hinchó de caramelos de coco y anís. Eso era algo que le tenías que dejar muy claro a tu madre. Los sabores adecuados eran el pasaporte hacía un curso tranquilo y sin incidentes; perder tu dignidad por culpa de un caramelo de anís metido por el culo no era el objetivo.
Una vez en el colegio ibas pasando por la mesa de cada uno de tus "amiguitos" y les ibas dejando el puñado de caramelos que tu madre te había indicado. A cambio recibías un "felicidades" de cada uno de ellos y el "Cumpleaños feliz" al unísono de toda la clase. Y ya estaba, no había más. Era así de sencillo.
Luego claro, con el paso del tiempo, las nuevas tecnologías lo hicieron mucho más sofisticado. En un momento dado, sin saber cómo, surgieron "las bolsitas de chucherías". ¡Eran lo más! El niño que en su cumpleaños repartía a cada compañero una bolsita con chucherías - esto era una mezcla de piruletas, caramelos, chocolatinas, globos, gominolas...- tenía ganada la paz eterna en el patio del colegio y el resquemor de los que no sucumbíamos a las nuevas tecnologías.
Pero, ¿quién fue el primer niño en empezar esta tradición? Nunca me lo había preguntado hasta ahora. ¿Sería algún hijo de profesor que compraba su tranquilidad a cambio de caramelos? o tal vez, ¿un niño cuyo padre tenía un quiosco y se deshacía de los caramelos melados en el cumpleaños de su hijo? No lo se, pero fuera como fuese, esa tradición llegó hasta mi y la he vuelto a recuperar entre mis amiguitos de treinta y...  
Aunque nos han pasado los años para todos, cada uno de ellos esperaba con curiosidad nerviosa a que les diese la bolsita de caramelos. Si ¡¿qué pasa?!, ahora soy yo la que compro los caramelos y puedo darles a mis amiguitos lo último de lo último en caramelos.


miércoles, 25 de enero de 2012

Y EL SUELO NO ERA BLANDO


Cuando mi barrio era un barrio de mala fama los niños jugábamos en la calle, correteábamos por entre los callejones que rodeaban los muros de las casas y llegábamos al final del día sucios, con las uñas negras de toquetearlo todo.
Por aquel entonces no nos pasaba nada, no corríamos ningún peligro. Esto se debía a la existencia de un cuerpo especial de vigilancia que nosotros no conocíamos, pero que existía.
Este cuerpo estaba formado por la élite del barrio, personas perfectamente cualificadas y con un duro entrenamiento a sus espaldas. Digamos que en el momento que una mujer era madre, pasaba a formar parte de este cuerpo.
Apostadas en las ventanas y balcones controlaban a todos los niños del barrio; todas conocían a todos los vástagos nacidos en unos 200 metros a la redonda de sus casas.
Una madre podía dedicar tiempo a sus quehaceres porque las demás lo tenían todo bajo control.
Claro que este muro invisible de seguridad tenía una pega: tenías que ser bueno, sino tu madre se enteraba.
Una de las prácticas que llevaba a cabo el C. M. P. S. (Cuerpo Maternal de Protección y Seguridad)- me lo acabo de inventar, pero mola mogollón- era el de colaborar en el desplazamiento de infantes al extremo opuesto de su hogar; o lo que es lo mismo, ayudar a cruzar la carretera.
La madre en cuestión se colocaba en su torre de vigilancia -ventana o balcón en su defecto- y desde allí, con sus hijos en el borde de la acera, vigilaba que no viniesen coches. En el momento que la carretera estuviese despejada, ella gritaría un "¡cruza!" y los niños llegarían a salvo al otro lado. Brillante, ¿verdad? ¡Y aprendimos a cruzar correctamente!
En mi barrio, cosa que no ocurre hoy en día, teníamos nuestro propio parque. Hoy es un hostal al aire libre sin ningún columpio, eso si, con una estatua de piedra. ¿Cómo se juega con eso?
Por aquel entonces jugábamos en columpios, toboganes, balancines y otros artilugios todos medio oxidados; ¡qué inconscientes! Podríamos haber muerto, o peor aún, podríamos haberlo pasado en grande. Era genial hacer chocar los columpios, el ruido se escuchaba en todo el barrio. 


En invierno el suelo de tierra -si, era de tierra e incluso había piedras - se empapaba con la lluvia y era muy divertido columpiarte por encima de los charcos que se formaban en el agujero que se iba haciendo con los pies de los niños del barrio.
No necesitábamos un suelo blandito, si te caías te raspabas las rodillas, llorabas, un poco de "cromer" y ya estabas para otra. En urgencias no había niños con heridas en las rodillas, se curaban en casa, el C. M. P. S. estaba perféctamente equipado con todo lo necesario para curarte.
En aquellos tiempos no había suelos blanditos, el suelo era de tierra o cemento. Los niños nos hacíamos fuertes a base de caídas y las costras eran el testigo mudo de un gran salto desde el columpio.
Mientras nosotros curtíamos nuestro cuerpo, nuestras madres nos controlaban el tiempo de juego. Cuando este expiraba, un grito desde el balcón bastaba para que nos fuésemos para casa. Ya estaba, era así de simple, tu madre gritaba tu nombre y tú te ibas para casa; no nos daban una perdida al móvil.
Tras despedirte de tus vecinos ya quedabas para el día siguiente. El "WhatsApp" no existía, y si alguno no aparecía se iba en grupo hasta su casa a buscarlo. Incluso había veces que el vecinito en cuestión no podía venir a jugar porque su madre le castigaba; claro las mamás te castigaban si te portabas mal y tu cumplías el castigo.
Aquellos eran tiempos en los que se veían grupos de niños por las calles sacando a pasear su imaginación; unos eran exploradores en busca del último dinosaurio vivo que se escondía en las ruinas de una casa vieja, otros eran un ejército americano -por entonces aún eran héroes- en una misión muy peligrosa cuyo objetivo era alto secreto y los había que, montados en sus bicicletas, perseguían ser los campeones de una carrera a vida o muerte en el circuito más peligroso. 
Si, entonces los niños jugábamos en la calle y no nos pasaba nada; bueno algún hematoma que otro si que nos llevábamos para casa, pero eran los daños colaterales por jugar a la pelota, las guerras o caer de la bici. 
Lo bueno de esos daños colaterales eran los mimos que luego recibíamos del C. M. P. S.



miércoles, 14 de diciembre de 2011

OPERACIÓN: "LOS REGALOS"



"Ya vienen los reyes, cargados de regalos..." ¡Y una mierda! En mi casa esos señores no ponían ni un solo pié dentro; claro que nunca les dejamos galletas ni nada para sus camellos...¡Oh no!
Bueno, pero lo interesante de la Navidad en mi casa eran las operaciones tácticamente perfectas y profundamente estudiadas que se llevaban a cabo para encontrar los regalos.
Lo primero que tiene que quedar claro en esta historia es que: la misión prevalecía sobre nuestra integridad. Esto es sobre el riesgo de que nuestros padres nos pillasen. Resumiendo: la misión es la misión.
Al mando de tal campaña solo podía estar una persona valiente, con arrojo, con una maña especial para sacar el celofán del papel de regalo sin romperlo y a la vez ser portadora de un súper oído capaz de identificar el contenido de un paquete con solo agitarlo.
Esa era mi hermana. Un retaco delgaducho, cuatro años mayor que yo, con mucho nervio en el cuerpo y con un ansia tan grande que no le permitía esperar a Navidad para ver los regalos.
Todo héroe necesita de un ayudante, alguien que guarde las espaldas de su compañero, que tenga calma ante las adversidades y que sepa guardan muy bien un secreto. Y aquí es donde entraba yo; una niña regordecha, cagona y que debía controlar dos cosas: que mis padres no nos pillasen y que "la heroína" no se cayese del armario.
En toda misión siempre existe un alto mando, que no va a la guerra, pero disfruta del botín. Sin lugar a dudas este era mi hermano. Un año mayor que mi hermana, sabía lo que hacíamos, no participaba y se llevaba la información; pero no se iba de la lengua, al fin y al cabo "la misión es la misión".
La táctica, cien por cien militar, consistía en...a ver cómo lo explico para que todos lo entendáis...cuando papá y mamá se iban de casa, mi hermana, sin previo aviso, se arrojaba como una desequilibrada a buscar los regalos por todos los rincones posibles de la casa. Si, creo que así os podéis hacer una idea de la operación.
Yo claro, qué podía hacer ante esa situación. Lo que hubiese hecho cualquiera en mi lugar; ir a ver si mi hermana encontraba alguno de mis regalos.
Las escenas más grotescas de la misión se podían ver en el "laberinto de los guardianes del botín" ( laberinto = habitación, guardianes = mis padres, botín = regalos, era para darle más sensación de superproducción). Al entrar en ella una vez, me encontré a mi hermana subida a la mesa de noche, con las manos sujetas a la parte de arriba del armario y con una pierna haciendo amago de intentar trepar por el mueble.
Y otra vez pregunto:¿qué se hace en esa situación? Pues nada, agudizar el oído para controlar si los pájaros vuelven al nido y esperar. ¡Esperar a ver el tamaño del siguiente paquete que encontraría mi hermana! Creo que junto con lo de esperar en la cola a que Doña Elvira me corrigiese los deberes, estos eran los momento de más tensión de mi infancia.
Si montábamos todo esto por los regalos de Navidad, no me quiero ni imaginar lo que haríamos por los de Reyes, ¡que son tres y con camellos! Ahora que caigo, ¡qué cabrones! Son más listos que Papá Noel...¡¿cuántos regalos aún hay escondidos en mi casa?!    

¡¡FELIZ NAVIDAD!!

martes, 29 de noviembre de 2011

POR OBRA Y GRACIA DE DOÑA ELVIRA


Si hay algo que nos marca cuando somos pequeños, aparte de las patadas de tus hermanos, son los profesores que intentan, con toda la paciencia del mundo, llenar nuestras cabezas con conocimientos. Sustituir toda la saga de Dragon Ball con sabiduría  es una tarea ardua y complicada.
Las frases que utilicen para que crezcas en la vida pueden suponer tres cosas: eco, un apodo que marque su vida como docente o un cambio en la tuya como estudiante.
Pues bien, para mi, sin lugar a dudas, la profesora que cambió mi vida fue Doña Elvira.
Hasta que la conocí, todo mi mundo escolar giraba en torno a entretenerme con mis compañeritos de clase: jugaba en el patio del cole, hacía muñecos de plastilina, coloreaba por dentro de las líneas...vamos que era una niña tranquila y que nunca se metía con nadie; bueno excepto con Vanesa, mira que era repelente esa niña. Recuerdo una patada que le di una vez en el patio, durante el recreo...pero este no es el tema.
Todo empezó cuando terminó el bálsamo de paz que era parvularios (un beso Doña Maricarmen, creo que por fin se casó, sino tampoco importa) y puse mis piececitos inocentes en "su aula". Porque era suya. Era la única profesora que tenía aula propia en todo el colegio; un dato bastante significativo y que define el tipo de mujer que era/es.
Llegados a este punto es necesario aclarar como era "su aula". Era, en una sola palabra, perfecta. Y así debía estar hasta el fin de los tiempos.



Para hacer posible la perfección en su entorno, Doña Elvira también debía ser perfecta en su esencia. 
Cada mañana, lo recordaré toda mi vida, una vez que todos sus pupilos estaban correctamente sentados, descolgaba su mandilón, se lo vestía y de uno de los bolsillos, tras introducir una de sus manos dentro, sacaba el cinto, lo desenroscaba haciendo que cayese al vacío y luego se lo colocaba siguiendo un ritual estudiado y meticuloso que le daba la apariencia de una perfecta docente; que lo era.
Como profesora era exquisita. Nos inculcaba el orden: cada alumno tenía sus carpetas para guardar sus ejercicios, ordenados por fecha por supuesto. En un armario, identificado con su número, cada escolar ponía sus artefactos para el estudio y tenía que hacerse cargo de no perder ninguno. 
Desde el principio de curso teníamos asignada una planta que llevábamos nosotros mismos y que debíamos cuidar hasta junio; un claro ejercicio de responsabilidad (¡Qué irresponsables éramos! ¡Descansen en paz los geráneos, rododendros y otros vegetales que pasasen por 1º B.!).
Fomentaba nuestra capacidad de liderazgo, haciendo que hubiese encargados: el de poner la fecha en el encerado, el de ayudarle a regar las plantas, el de ir a buscar algo a algún sitio...eso si, de forma democrática y rotativa, el cargo duraba una semana.
Al volver del recreo nos hacía ir a lavarnos las manos ( para esto también había un encargado por supuesto: el encargado de la toalla) y debíamos subir a clase sin tocar nada, no valla a ser que cogiésemos el ébola o algo peor.
Era brillante. 
Pero si en algo destacaba, era en el lanzamiento de libretas. Para que tal proeza ocurriese tenían que juntarse tres factores: su mala ostia, que la tenía y le sobraba para regalar, un niño nervioso porque lleva tiempo esperando en la cola para que le corrigiesen los ejercicios y unos ejercicios mal hechos, o lo que era peor, mal hechos y sucios.
Si esos factores se unían, una libreta volaba hasta el fondo de la clase. ¡Bravo! ¡Prodigios!¡Un vuelo precioso! Si no fuese porque nos daba miedo, todos los niños hubiésemos levantado un folio con la puntuación
Una de las cosas que más puede desquiciar a una profesora así es que le desordenen su mundo perfecto. Y aquí es donde entro yo.
Recién llegada de preescolar una tenía sus manías: hablaba con mis compañeros de pupitre. ¡Qué maldad! ¡Qué mente tan perversa en un cuerpo tan pequeño!
En la clase perfecta los niños estábamos organizados en grupos de cuatro y estos grupos se colocaban en cuatro mesas que se unían formando un cuadrado. 
 Que movieses una de esas mesas y provocases el caos ( esto es que al desplazar el pupitre, la cruz que formaba la unión de las cuatro mesas dejase de ser una cruz perfecta ) ya era causa para provocar en ella cierto nerviosismo; pues imaginaos, si aún encima, los niños de ese grupo hablan entre si y se distraen, como niños que son...¡Puf! Eso se podría considerar casi un golpe de estado. Y ¿qué se le hace al golpista en estos casos? Se le exilia.
Pues bien, eso es lo que me pasó a mi; me exilió. Me colocó en un pupitre aparte, a unos pasos de mi grupo, suficientes para verlos, pero para no poder hablar con ellos sin que ella se enterase.
Y aquí, en esta situación, es donde pronunció esa frase que me cambió la vida: "si quieres volver con ellos, tienes que estar callada en clase".
Y ocurrió lo inevitable, por obra y gracia de Doña Elvira nació un cocón ( para quienes no lo sepáis, el calificativo de cocón se aplica a la persona que es introvertida, muy introvertida).
A partir de ese momento empecé a estar calladita y a estudiar, solo estudiar. 
Si unimos esta lección de vida a unas gafas de pasta que empecé a usar unos años después, ¿qué tenemos? Una cocón empollona. Y ya sabemos todos que de pequeños la maldad es intrínseca a nuestra persona.
Gracias Doña Elvira, usted hizo de mi vida escolar algo mejor; no tenía muchos amigos ( tres, para ser más exactos), ¡pero saqué unas notazas! 

domingo, 23 de octubre de 2011

Y, A PESAR DE TODO, COMÍAS CHUCHERÍAS


Aquí estoy, en mi casa, muy abrigada, escuchando la lluvia y con un montoncito de pañuelos de papel impregnados por mis mocos. Si, estoy resfriada.
Desde la mesilla, me está llamando un paquete de Donuts de chocolate; creo que su victoria es inminente, ya que la nostalgia se ha puesto de su lado.
Cuando de pequeña conseguía convencer a mi madre de que estaba muy enferma (supongo que el pasarme parte de la noche vomitando también ayudaba a ello), también conseguía otras muchas cosas.
Primero, y muy importante para un niño, no ir al colegio; lo que ya era, con perdón, la ostia. ¿Cuántas madres te dejaban sin clase solo porque estabas enfermo? o ¿a cuántos de vosotros os funcionaba lo de que teníais fiebre? A ninguno. Ellas tienen un termómetro que no falla nunca: la palma de la mano. O, en su defecto, y ya para las más "pros", los labios. Con un beso en la frente saben si te vas a morir o no por la fiebre.
Una vez superada la primera prueba, te toca meterte en cama, no vaya a ser que te coja el frío (tarde, ya me cogió) y te pongas peor.
Y ahí estás tú, en la cama, sola, sin nada que hacer, aburrida, enferma, y sola. ¡Qué mierda! Ya que me quedo en casa podía...podía...podía no aburrirme y no estar sola. Que estoy enferma y no noto empacho de mimos.
Pero no hay problema. En un rato, corre la voz de que la pequeña de la casa está "malita" y por las escaleras sube corriendo mi abuela para ver como de mal estoy; y de paso, empacharme. Literalmente.


Con mi abuela, también entraba en mi habitación la tan vilipendiada bollería industrial. Una caña de chocolate y crema, un triángulo, unos Donuts; cualquiera de ellos era un manjar de dioses que se me ofrecía como cura. Pero se quedaba en la mesilla. Por lo menos hasta después de la sopa de pollo que tu madre te había preparado.
Habías estado vomitando casi toda la noche, la garganta te dolía porque tus amígdalas, bastión por excelencia de tu cuerpo, estaban sitiadas y tú, a pesar de todo, comías chucherías. ¡Con dos cojones! ¿Qué ibas a hacer? ¿Un feo a tu abuela? Esa mujer cuyo sentido arácnido presintió que estabas postrada en una cama, sola, aburrida y con dolor de tripa. ¡Vamos hombre! Ante todo educación.
Con la llegada de la hora de comer, surgía esa frase tantas veces pronunciada por un niño. Mientras todos comían en la cocina, tú seguías sola en la cama. Entonces, forzando tu garganta, gritas: "¡Me aburro!" Pero nadie acude. Lo intentas otra vez: "¡Me aburro!" Y nada. Aunque, parece que alguien se acerca; si, es uno de tus hermanos. Sabía que en el fondo soy para ellos algo más que la enana toca pelotas con la que tienen que cargar de aquí para allá; también soy su fuente de bollería industrial. "La abuela trajo Donuts para los tres" ¡Y una mierda! Los trajo para mi, que para eso estuve echando mis entrañas por el water toda la noche. 
No importa, vivimos juntos, y los resfriados se contagian; ya me cobraré con una caña de chocolate y crema, un triángulo o unos Donuts.
Pero lo mejor de estar enferma era el  poder disfrutar de la televisión en la habitación todo el día (para los más jóvenes, antiguamente, la televisión solo estaba en la cocina y, quienes tenían dos, en el salón también). Claro que, al no tener mando a distancia 
(para los más jóvenes, antiguamente, había televisiones en las que, para cambiar de canal, te tenías que levantar -¡dios mio!- y pulsar con un dedo los botones), terminaban por quitártela para que no dieses el coñazo con un: "¡Mami, me cambias de canal! ¡Me aburro!"
Ahora de mayor ya no te quedas en casa por un resfriado, te vas a trabajar igual y a extender el mal por todos tus compañeros; prestar pañuelos de papel afianza los lazos empresariales. Al llegar a casa no tienes una sopita de pollo, si la quieres te la haces tú. Ya no te hace ilusión ver la tele desde la cama, no es una novedad, ahora es rutina.
Y ningún hermano te roba un Donuts, porque al salir de trabajar no te apetecía ir a la tienda a comprarlos.
Acabo de comerme uno de chocolate pero no me sabía como los de antes, igual tenía que estar en cama, sin nada que hacer, aburrida y sola. Igual  para disfrutar de un resfriado hay que ser pequeña. 

  

sábado, 15 de octubre de 2011

A ESTAS ALTURAS ESTABA EMPAPADA


Recuerdo que cuando era pequeña, a estas alturas del año, ya estaba aburrida de la lluvia. Los días eran breves porque regalaban sus horas a la noche. En alguna ocasión, las tormentas se sacaban de entre sus rayos y truenos un día festivo y las mamás no llevaban a sus niños al cole porque se resfriarían de hacerlo.
El trayecto que separaba mi casa del colegio era un cúmulo de transeúntes con mochila y paraguas indomables, que sorteaban charcos y goteras con mucha prisa, pero no por entrar en clase; "con lo bien que se estaba en cama mami".
Había un tramo del camino que era el temor de todo aquel que por él  pasaba en días de lluvia. Se trataba de una curva bastante pronunciada donde, en los días de muy mal tiempo, te esperaban dos cosas: un conductor con prisa por llegar y una madre con sus hijos en tensión por ver quien de los dos pasaba primero. 
Con mas nervios que los corredores de fórmula uno en la salida, mamá se ponía delante de sus vástagos y miraba al fondo de la curva; mientras lo hacía, otras madres y sus retoños se apelotonaban tras nosotros y esperaban la señal. Como William Wallace  tras su discurso para levantar el ánimo de sus tropas, mi señora madre grita "¡¡¡¡ahora!!!!!"
y un grupo enloquecido de madres y niños corren por toda la curva. A la derecha ven el enorme charco que les amenaza, mientras siguen pendientes del frente, 
 atentos a la llegada próxima de un conductor. ¡Ahí lo viene!, ¡se acerca! El muy cabrón parece que acelera ante la llamada del montón de agua y los paraguas y mochilas botan con mas fuerza logrando escapar; todos menos Pablito. En el fondo es un afortunado, volverá a casa para cambiarse y quizá se resfríe ganándose unas merecidas vacaciones.


Sobrepasada la primera prueba, siempre quedaba el golpear del viento contra nuestros paraguas. Como una buena capitana de navío, mi madre dirigía  la colocación del artilugio: "ahora sopla de la derecha", "por la izquierda", "el traicionero nos viene por detrás". La coreografía de colores debía ser divertida.
Al paso por las casas llegaba la picaresca y la música. Acompañando el murmullo de las voces a medio despertar, se escuchaba el golpeteo de las gotas de los tejados . Ese golpe sobre el paraguas era tentador. Tanto, que variabas el rumbo solo para que fuera tu paraguas el afortunado.¡Ploc, ploc! Subías un escalón, te pegabas a la pared de una casa, como consecuencia rascabas la fachada con las varillas del paraguas, bronca de tu madre. ¡Qué recuerdos!
Pero lo que, sin lugar a dudas, era el sumun de lo prohibido y, por lo tanto, imposible de evitar: eran los chorros de agua que caían por los canalones de los tejados. Ahí estaban, golpeando la acera, iluminados por un alo de luz celestial cuya música te llamaba. Te llamaba e ibas. Uno tras otro, todos pasábamos por él (jejejejejejeje). Lógicamente, mamá sabía de antemano lo que ibas a hacer, y te dejaba. Eso si, una vez debajo, alargaba su mano y empujaba de ti tirando de la punta del paraguas. Si, sirve para eso; para cortarte el rollo cuando eres pequeño.
Consecuencias: tu mochila se moja porque el tirón la deja a merced de la lluvia, la manga de la gabardina de tu madre se moja porque le cae todo el chorro encima, tropiezas con tus hermanos porque el paraguas te tapa la visión frontal y les mojas sus mochilas con tu paraguas porque eres más bajito que ellos. Pero el chorro no se puede evitar, es sagrado, una cuestión de fe.
Con todo llegábamos al patio del cole, donde comenzaba el cambio de vestuario: botas mojadas por zapatos secos y fríos. Una vez  te despojabas del chubasquero, entrabas en clase dejando una hilera de gotitas a tu paso, te sentabas y ya no te tenías que preocupar de nada de fuera. Por no preocuparte, ni te preocupabas de tu madre. No era necesario; ella enseñó a William Wallace, es capaz de adelantarse a los golpes del viento y sabe de sobra donde están los mejores chorros de agua para divertirse por el camino. No es necesario preocuparse por ella, ya es "mayorcita".